Por Alexander Burns
Su candidatura se desarrolló casi del mismo modo: impulsada por la furia de un marginado agraviado, más alineado con las sensibilidades de los trabajadores blancos que con sus iguales en la sociedad.
En el primer día de su campaña, el 16 de junio de 2015, Trump comparó su búsqueda por el éxito en Nueva York con su ingreso a la arena política.
En un discurso ante una multitud compuesta principalmente de periodistas en el vestíbulo de la Trump Tower, Trump mencionó que los analistas políticos habían predicho que “nunca podría competir”. Segundos más tarde, recordó que su padre, Fred Trump, lo había instado a no competir nunca en “las grandes ligas” de Manhattan.
“‘No sabemos nada de eso. No lo hagas’”, dijo, citando a su padre. “Yo dije: ‘Tengo que adentrarme en Manhattan. Tengo que construir esos enormes edificios. Tengo que hacerlo, papá. Tengo que hacerlo’”.
Impulsado por esa misma ambición sin límites, la candidatura de Trump estuvo marcada por incontables tropiezos y errores, desde los discursos groseros y dispersos que pronunciaba a diario hasta las acusaciones de abuso sexual que parecieron paralizarlo en las últimas semanas de la carrera. Ningún otro candidato de la historia había insultado con tanta libertad ni se había visto tan golpeado por el escándalo, solo para seguir luchando y resultar vencedor.
Trump hizo dos o tres cosas bien que acabaron por importar más que todo el resto. En el ámbito visceral, entendió la dinámica que el liderazgo político de ambos partidos no había visto o había ignorado: principalmente, la frustración descarnada de los electores blancos de la clase trabajadora que apoyaban su candidatura con una fuerza decidida.
Trump los convenció más con pronunciamientos viscerales sobre comercio exterior, guerras en el extranjero y trabajadores inmigrantes, que con promesas electorales. Dejó a sus rivales republicanos de las primarias atónitos ante su rechazo a las políticas convencionales y expuso un enorme abismo entre el programa de recortes fiscales y austeridad fiscal preferido por los conservadores tradicionales y las preocupaciones de las bases del partido. Ridiculizado por críticos de derecha e izquierda, rehuido por las figuras más respetadas de la política estadounidense, incluyendo cada uno de los expresidentes vivos, Trump equiparó su propia condición de marginado con los resentimientos de la clase blanca.
Hasta los improperios y la incivilidad que consternaban a los guardianes del discurso político parecían no hacer más que estrechar los lazos entre Trump y sus seguidores. Hizo a un lado las normas sociales por considerarlas simple “corrección política”, burlándose de la apariencia física de la esposa de un opositor, criticando ferozmente el matrimonio de Hillary Clinton y esgrimiendo estereotipos de minorías raciales, todo para ganarse el aplauso de su base electoral.
En resumen, Trump se promocionó ante el país como el abanderado de la rabia populista blanca y prometió ante la Convención Nacional Republicana en Cleveland defender “a los obreros desempleados y las comunidades oprimidas por nuestros horribles e injustos tratados comerciales”.
“Estos son los hombres y las mujeres olvidados de nuestro país”, dijo Trump. “La gente que trabaja arduamente pero ya no tiene voz”.
Entonces declaró: “Yo soy su voz”.